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❤️ Biografía de Alan Pauls

Ver el perfil del autor Roger Casadejús Pérez
Esta ficha de autor ha sido creada y escrita por Roger Casadejús Pérez
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Alan Pauls

Nacido en Buenos Aires el 22 de abril de 1959, se formó en la Universidad de Buenos Aires en Letras y pronto se movió con naturalidad entre la docencia, el periodismo cultural y la crítica. Dio clase de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras y, en paralelo, se volvió una figura reconocible en la escena intelectual porteña: cofundó la revista Lecturas Críticas, fue jefe de redacción de Página/30 y ocupó la subedición de Radar, el suplemento dominical de Página/12, desde donde afinó una prosa de crítica atenta a la vida de las formas, a los gestos del estilo y a la política de los detalles.

Su entrada a la narrativa fue temprana y audaz. El pudor del pornógrafo (1984) proponía ya una poética: explorar la intensidad afectiva desde dispositivos formales controlados, con una sintaxis que piensa. El coloquio (1990) y Wasabi (1994) consolidaron esa búsqueda: narradores obsesivos, tramas filtradas por la percepción y un tempo narrativo que, más que avanzar, excava. A comienzos de los 2000, ese laboratorio estético desembocó en El pasado (2003), una novela de separación amorosa que convirtió la ruptura en procedimiento narrativo: la insistencia, el retorno, la deriva sentimental como loop. El libro obtuvo el Premio Herralde y amplificó su recepción internacional. Años después, Héctor Babenco llevó la historia al cine (2007), confirmando la fuerza escénica de una prosa que, sin abandonar la densidad, es extraordinariamente visual.

La década siguiente supuso una torsión crítica: una trilogía de novelas cortas —Historia del llanto (2007), Historia del pelo (2010) y Historia del dinero (2013)— situó la mirada en los años setenta argentinos, cruzando formación sentimental y violencia política, biografía mínima y clima de época. El proyecto, lejos de ofrecer un fresco totalizante, trabaja por fragmentos, viñetas y motivos. El llanto como gramática emocional, el pelo como signo social, el dinero como circuito de deseo y poder: tres ejes materiales para leer el pasado reciente sin pedagogía, con ironía y precisión microscópica. Es una intervención crítica en el modo de narrar la memoria: sin solemnidad, con una inteligencia que muestra cómo los gestos más pequeños acumulan historia.

No es casual que en paralelo a su ficción haya desarrollado una línea ensayística de largo aliento. El factor Borges (2004) es una pieza cardinal: no es un tratado académico, sino un manual de operaciones lectoras para desarmar y rearmar la máquina borgeana. Antes habían aparecido ensayos sobre Manuel Puig y Lino Palacio, y más tarde llegarían La vida descalzo (2006; reeditado en 2019), una meditación autobiográfica sobre la playa como dispositivo cultural, Temas lentos (2012) y Trance. Un glosario (2018/2019), libro en el que inventaría las manías del lector y convierte la lectura en experiencia fisiológica: un vicio, una fiebre, un método de vida. En los últimos años, Fallar otra vez (2022) reivindicó la poética de la falla como motor de escritura, y Alguien que canta en la habitación de al lado (2025) reunió ensayos que dialogan con contemporáneos y maestros bajo una ética de la conversación crítica, más interesada en activar lecturas que en dictar veredictos.

Su trabajo periodístico y de crítica no es un satélite: funciona como banco de pruebas de argumentos y cadencias que luego irradian en la ficción. Columnista, entrevistador y lector profesional de síntomas estéticos, cultivó un tono inquisitivo que desconfía de la solemnidad y del cliché. Esa misma matriz aparece cuando piensa el cine —campo donde también ha escrito guiones—, la cultura pop o la vida literaria como escena social. La figura que emerge no es la del escritor en torre de marfil, sino la de un operador cultural atento a cómo circulan los signos, cómo se pegan a los cuerpos y cómo condensan política.

En términos de estilo, su prosa se reconoce por la frase larga, respirada, que administra con maestría el inciso y el desvío. Hay una escucha obsesiva del ritmo: cada oración se abre como una caja de resonancias donde conviven precisión conceptual y oído para lo concreto. Ese trabajo con la sintaxis no es mero virtuosismo; es una ética: pensar equivale a escribir de cierto modo, y escribir de cierto modo produce pensamiento. Su ironía —seca, a veces impiadosa— le permite, además, desmontar lugares comunes sin caer en el cinismo.

Otra constante es su interés por los procedimientos. En El pasado, el amor posruptura se convierte en máquina narrativa que repite y descompone; en la trilogía de los setenta, cada volumen está construido como un catálogo de gestos que vuelven legible la época; en La mitad fantasma (2021), la vida digital, el consumo y el acecho cotidiano se despliegan en escenas que cruzan compulsión y melancolía. La serie ensayística, por su parte, eleva la vieja crítica literaria a una gimnasia afectiva: Trance convierte al lector en un cuerpo en estado de hipnosis; Fallar otra vez legitima la torpeza como método productivo; Alguien que canta… institucionaliza la conversación como forma de crítica.

Su recepción internacional ha sido sostenida, sobre todo en el ámbito hispánico y europeo. La publicación de El pasado por Anagrama lo instaló en el mapa iberoamericano; la circulación de la trilogía y de los ensayos consolidó un público lector acostumbrado a que cada libro proponga un dispositivo nuevo. Invitado frecuente a festivales y universidades, mantiene una relación fértil con espacios de discusión literaria, donde su figura opera como bisagra entre generaciones: lee el legado de Puig, Piglia o Borges con la familiaridad del heredero y, a la vez, aparece como referente de escritores más jóvenes interesados en el procedimiento y en la crítica de los géneros.

Como docente, dejó una impronta en teoría literaria: no tanto por un sistema doctrinario, sino por la práctica de lectura. Su modo de leer —concentrado, minucioso, capaz de encontrar política en el detalle— se volvió modelo de intervención. Esa pedagogía se continuó fuera del aula, en conferencias, seminarios y en libros que integran el ensayo con la autobiografía intelectual. Su biografía de lector pertenece a sus obras tanto como sus novelas: el itinerario por bibliotecas, playas, videoclubes, suplementos culturales y ferias del libro traza una cartografía donde vida y literatura se contaminan.

El arco de su obra permite, además, ver cómo piensa el tiempo. En lugar de la flecha cronológica, prefiere las espirales: volver, recombinar, probar variaciones. La memoria no es un depósito sino un motor. De ahí que su literatura pueda leerse como una teoría del presente: incluso cuando mira atrás —los setenta, la educación sentimental, los mitos familiares— lo hace para entender los mecanismos que aún nos programan. La atención al consumo cultural, a los aparatos, a los rituales domésticos y al cuerpo como superficie de inscripción social hace de su escritura un sismógrafo fino de las mutaciones de experiencia en la modernidad tardía.

En conjunto, su trayectoria arma una figura singular en la literatura argentina contemporánea: narrador de largo aliento y experimentador de forma breve; ensayista que convierte la lectura en aventura y la crítica en conversación apasionada; periodista que supo usar el medio para pensar sin concesiones; profesor que trasladó al papel la intensidad de la clase. Si sus primeras novelas lo situaron como un estilista atento a las patologías del deseo, los libros posteriores confirmaron a un escritor que se anima a volver su propio laboratorio un tema: cómo se lee, cómo se escribe, cómo se recuerda, cómo se mira.

La obra, hoy, es un sistema abierto. No hay cierre ni gesto antológico que clausure sus preguntas. Cada título nuevo revisa los anteriores y los reescribe al ponerlos en relación con materiales inesperados: el peinado como política, la playa como archivo sentimental, la economía doméstica como relato de época, la navegación digital como deriva compulsiva. En esa insistencia en pensar la experiencia desde sus microformas —y en hacer de la forma misma el objeto— radica su marca: una literatura que desconfía del atajo, que apuesta por la complejidad sin hermetismo, que encuentra en el ritmo de la frase y en la inteligencia del montaje una manera de decir lo que todavía no sabíamos que pensábamos.




💥 Nuestra crítica y opinion personal sobre sus obras

¡Imporante! La siguiente crítica representa una opinión personal basada en una lectura atenta de las obras de Alan Pauls y no pretende ser una verdad universal ni un juicio definitivo sobre su trabajo.

Te agradeceremos mucho que nos des tu opinión o tu crítica en nuestro foro.

La escritura que despliega destaca por una tensión permanente entre forma y experiencia: nunca se queda en lo meramente anecdótico, pero tampoco sacrifica lo narrable a la rigurosidad teórica. Esa doble exigencia —ser literaria y reflexiva al mismo tiempo— es, en buena medida, el mérito más visible de su producción. Desde sus primeras novelas hasta su obra reciente en ensayo, trabaja sistemáticamente con dispositivos internos: repetición, interrupción, flujos que se desvían, voces que se apagan o resucitan. Esa arquitectura textual es una de sus señas: cada texto propone no solo lo que dice, sino cómo lo dice como parte del sentido.

Uno de los puntos fuertes más reconocidos es su dominio sintáctico. La prosa nunca desfallece: incluso cuando se prolonga o se vuelve discursiva, conserva pulso y musicalidad, sin cliché ni muletillas. Esa solidez le permite sostener construcciones complejas sin que el lector sienta —casi nunca— derrapes formales. Se ha dicho ya que ese “pulso de intensidad constante” solo lo logran los grandes escritores, y en efecto esa cualidad le da una autoridad interna a sus relatos. (Se le atribuye en alguna crítica esa constancia en obras amplias, que pedirían recortes gruesos para evitar fatiga, pero esa misma consistencia es parte del riesgo que asume.)

Relacionado con esto, destaca su atención a los detalles como imán de sentido. Lo aparentemente trivial (un gesto, un peinado, una conversación fragmentada) suele ser lo que funciona como eje simbólico, como nudo emocional o histórico. En su trilogía centrada en los años setenta —con los tres títulos que giran alrededor del llanto, el pelo y el dinero— cada motivo menor se transforma en palanca para leer una época, sin recurrir a grandes panoramas, sin explicaciones panfletarias. Esa economía narrativa funciona como uno de sus logros más sostenidos: conseguir que lo micro revele lo macro.

Otro acierto sustancial es su vocación híbrida entre narrativa y ensayo; muchos de sus textos de no ficción se conectan nerviosamente con su ficción, como si existiera una sola estrategia de pensamiento en diferentes materiales. En sus libros de ensayos, esa voz lectora que razona sin solemnidad integra lo crítico al hábito del lector. En Trance. Un glosario, por ejemplo, convierte las manías del lector en tema mismo, retomando lo ensayístico y lo reflexivo en clave casi metafórica. En Fallar otra vez, reivindica los errores de la escritura como parte constitutiva del proyecto literario, lo que aporta una dimensión ética: aceptar la falla como método creativo. En ese entrecruzamiento radica parte de su originalidad.

Asimismo, su mirada sobre la memoria, el tiempo y la experiencia contemporánea suele mantenerse abierta, no dogmática. No insiste en reivindicaciones ideológicas explícitas, sino en mostrar cómo los signos culturales, los gestos cotidianos, los consumos y las formas de circulación simbólica configuran nuestra sensibilidad histórica. En El pasado, la ruptura amorosa es un dispositivo para pensar lo que persiste, lo que retorna, lo que se fragmenta. En sus novelas más recientes, introduce lo digital, lo doméstico, lo compulsivo, actualizando su aparato narrativo para captar nuevas formas de subjetividad. Esa capacidad de adaptarse, de incorporar materiales contemporáneos sin perder coherencia formal, es otro de sus puntos de fortaleza.

Pese a esos aciertos, la obra también muestra zonas de fragilidad o desafío que críticos y lectores han señalado. Una de ellas es la densidad: el estilo elaborado y la estructura compleja pueden volverse una barrera para lectores menos entrenados o impacientes. En algunos pasajes, la digresión conceptual o la multiplicidad de incisos puede exigir una concentración agotadora. Esa exigencia puede generar cierta distancia entre obra y lector, especialmente cuando el ritmo narrativo se ralentiza para “pensar”. En textos de largo aliento, hay momentos donde la lectura podría sentirse suspendida, donde la prosa parece contener su impulso narrativo en aras de la reflexión interna.

Otra dificultad es el riesgo de autoconciencia excesiva: en algunos momentos la literatura parece mirarse a sí misma con demasiada distancia, y esa mirada meta puede implicar una cristalización formal que eclipsa la potencia emotiva. Cuando la obra se detiene demasiado en sus procedimientos o en su aparato reflexivo, corre el riesgo de volverse demasiado “de concepto”, de enfriar el impacto emocional. En ese sentido, la tensión entre pensar y narrar no siempre queda perfectamente equilibrada: a veces el ensayo gana terreno sobre la ficción y se resiente la inmediata experiencia del relato.

También es importante señalar que su foco en lo íntimo y lo fragmentado puede dejar fuera —o poco desarrollados— los aspectos más amplios de la trama histórica o social. En sus novelas sobre los años setenta, la violencia política muchas veces se huele o aparece como eco, pero raramente se vuelve centro dramático explícito. Esa opción es consciente (la obra rechaza el panfleto y el gran fresco), pero también implica que ciertos lectores esperarían un tratamiento más directo del contexto. Quienes busquen mapas amplios de época pueden sentir que la obra opta por cortar hacia el detalle, más que ensamblar ciclos macroestructurales.

Finalmente, puede cuestionarse si su constante renovación de dispositivos narrativos termina por fragmentar la unidad del proyecto literario: cada libro propone una forma distinta, una estrategia nueva, de modo que la trayectoria no es exactamente una progresión lineal, sino una serie de riesgos. Eso es ambicioso y estimulante, pero también exige al lector asumir que no hay “paquete seguro”: cada obra viene con su incógnita formal. Esa dificultad de continuidad puede desalentar quienes prefieren un estilo más reconocible y estable.

Aun así, esos puntos débiles no opacan los logros más decisivos. Porque su literatura es valiente: pone en tensión las convenciones, juega con los límites del género, recupera la densidad formal sin renunciar al pulso narrativo. La propia obra puede leerse como un ensayo letterario: qué significa narrar ahora, con estos signos culturales, con esta velocidad simbólica, con estas formas de subjetividad fragmentada. Esa apuesta es, al fin, su sello distintivo.

La valoración final es claramente positiva: la obra literaria ofrece —a quien acepta su ritmo— recompensas profundas. No se trata de una literatura amable o complaciente, sino exigente: plantea que el lector participe, que recorra pliegues, que sienta el peso del lenguaje como presencia. Quien se deje llevar por su sintaxis, por los giros conceptuales y por esos leves resquicios de emoción encontrará una experiencia literaria enriquecedora y renovadora. En un panorama contemporáneo dominado por el minimalismo o por narraciones funcionales, su obra ofrece un contrapunto de densidad, riesgo y pensamiento. En definitiva: su literatura importa, porque demuestra que aún se puede innovar en los límites de lo narrativo sin renunciar a la emoción ni a la exigencia intelectual.

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